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28 de agosto de 2014 | 17:00

Deuda Externa: La competencia de los Jueces Nacionales debe ser “Improrrogable”

Por  Alberto Asseff  - Diputado nacional UNIR- Frente Renovador -

Diputado Alberto Asseff   FOTO: WEB

El conflicto derivado en la Disputa Argentina con los denominados “Fondos Buitres”, revela la impericia jurídica que los sucesivos gobiernos adoptaron a la hora de tomar deuda.

El 6 de mayo de 1976 se dictó la ley de facto 21.305, modificatoria del artículo 1º del Código de Procedimientos en lo Civil y Comercial, que establecía la improrrogabilidad de la jurisdicción argentina a favor de jueces extranjeros. A partir del dictado de esa norma, en todos los contratos de endeudamiento que se firmarían en adelante, la Argentina se sometió a la jurisdicción de los tribunales extranjeros, especialmente a los de las ciudades de Londres y Nueva York, no habiéndose alterado tal costumbre en ninguno de los actos celebrados a partir de la instauración del gobierno del Dr. Raúl Alfonsín, en diciembre de 1983, hasta hoy.

Es por ello que esta semana, presenté un proyecto de Ley para que se sustituya el actual artículo 1º del Código de Procedimientos en lo Civil y Comercial de la Nación, el que quedará redactado de la siguiente forma:

“Artículo 1°.- "La competencia atribuida a los tribunales nacionales es improrrogable.

Si los asuntos son de índole internacional, la prórroga en favor de jueces extranjeros no se admitirá en ningún caso, con excepción de aquellos convenios que se celebren con los organismos multilaterales, por contrataciones específicas que se realicen con los mismos y mediante el procedimiento establecido por el artículo 75 inciso 24 de la Constitución Nacional. En los asuntos exclusivamente patrimoniales, en los que la Nación sea parte, tampoco se admitirá la prorroga de jurisdicción.".

Aunque la prórroga de jurisdicción y la renuncia a la inmunidad son cuestiones diferentes, se encuentran estrechamente relacionadas, ya que la jurisdicción constituye un atributo de la soberanía, y en todo el proceso de endeudamiento iniciado en 1976, además de prorrogarse la jurisdicción en favor de jueces extranjeros, se insertaron cláusulas que autorizaban la renuncia a oponer la defensa de inmunidad soberana.

La modificación ocurrida en mayo de 1976, obedeció a las exigencias de los bancos extranjeros, prestamistas de la Argentina, que querían ver aseguradas sus reclamaciones en caso de un litigio, estableciendo la competencia jurisdiccional de los tribunales donde los mismos operaban.

Esta decisión estuvo relacionada con el dictado de la Foreign Sovereing Inmunnity Act de los Estados Unidos, que aceptó el sometimiento del Estado a esa jurisdicción en todos los contratos de endeudamiento, que fueron considerados iure gestionis, es decir de derecho privado

En principio, en la referida norma no se menciona en absoluto una renuncia a la inmunidad soberana y el eventual juzgamiento en otra jurisdicción no significa que el Estado no conserve su aptitud de inmunidad respecto de actos como embargo de bienes, ejecución, etcétera. Sin embargo, también en los convenios que se firmaron, se decidió renunciar a oponer la defensa de inmunidad soberana en caso de cualquier acción judicial que pudiere efectuarse.

Tal alteración del Código Procesal, cuyo único propósito era el sometimiento jurisdiccional, contradecía de manera expresa toda la doctrina argentina, además de lo sostenido desde tiempo atrás por importantes tratadistas del derecho internacional, que juzgaron inadmisible, el sometimiento de un país a la jurisdicción de otro.

El principio de inmunidad de la soberanía de los Estados fue desarrollado por nuestro internacionalista  Carlos Calvo en su obra “Derecho Internacional Teórico y Práctico en Europa y en América”, publicado por primera vez en París en 1868, en la cual estableció con claridad que un Estado soberano no puede estar sometido a la potestad jurisdiccional de otro Estado.

Su doctrina fue posteriormente recogida y ampliada por notables juristas como Pasquale Fiore, quien determinó: "Es claro que un Estado no puede estar sometido respecto de sus actos de gobierno a las jurisdicciones de otro, puesto que equivaldría esto a someterse al juicio y las órdenes de otro Estado [...] Establecemos pues, como máxima indiscutible de derecho internacional que ningún Estado puede ser compelido a cumplir las obligaciones públicas por él contraídas en ejercicio del poder político, mediante una acción judicial promovida contra él ante los tribunales de otro Estado si menoscaban la independencia de su soberanía [...] Una soberanía no puede estar sometida a otra soberanía".

El Profesor Fiore citó entre otros un fallo de un Tribunal de Francia por el cual éste se declaró incompetente y dijo que "someter los compromisos de una nación a la jurisdicción de otra, equivale en absoluto a quitar a la primera su independencia, sometiéndola a otra, a cuya decisión estaría obligada a obedecer".

Muchos años después, el Ministro de Relaciones Exteriores de la Argentina, doctor Luís María Drago, oponiéndose a la intervención armada de las potencias europeas en Venezuela- hasta se dispararon cañonazos -, enunciaría su célebre doctrina, en la que afirmaba entre otros conceptos que: "El acreedor sabe que contrata con una entidad soberana, y es condición inherente a toda soberanía que no puedan iniciarse ni cumplirse procedimientos ejecutivos contra ella".

Drago, en un anterior pronunciamiento como Fiscal de Estado, había puntualizado con claridad la diferencia que existe entre la jerarquía del Estado, que va más allá de ser una persona jurídica convencional, -como la de los acreedores-, diciendo que "el Estado no es solamente una persona jurídica, sino que es la más noble y encumbrada de las entidades del derecho, como quiera que le han sido encomendadas primordiales funciones de tuición social. Y en este aspecto doble de su personalidad, en ese juego y rozamiento constante de los intereses materiales de carácter transitorio con los más permanentes de conservación y propia defensa de la colectividad, es natural que prevalezcan éstos sobre aquellos, cuando llegan a ponerse en conflicto".

Desarrollando esa condición de lo que es la soberanía, Fenwick explica que la mayoría de los juristas siguieron la clasificación de Vattel y establecieron uniformemente que ciertos derechos de los Estados, como los atinentes a la independencia, soberanía e inmunidad de jurisdicción, eran fundamentales, esenciales y absolutos (4). De allí que la Corte de Casación de Italia el 3 de marzo de 1926, determinara que "las cláusulas de contratos que anulan la competencia de los tribunales italianos son nulas como contrarias al orden público de que participa la organización de la jurisdicción y como contrarias a la soberanía del Estado a quien esas cláusulas deniegan uno de sus atributos esenciales".

La afluencia de créditos externos, y la necesidad de un control jurisdiccional sobre lo pactado, determinó que el concepto de soberanía absoluta comenzara a ser modificado a partir de fines de la década del setenta, sustituyéndolo por el concepto más flexible de "soberanía restringida o limitada" que permitía el juzgamiento de un Estado en los Tribunales de otro.

Aun cuando la Carta de las Naciones Unidas estableció en su artículo 2.1 la igualdad soberana de todos los Estados y la Resolución del 24 de octubre de 1970 ratificó esa igualdad soberana, el principio cambió aceleradamente a partir de la firma del Convenio Europeo sobre Inmunidad de los Estados, en Basilea, el 16 de mayo de 1972.

Un ejemplo categórico de esta nueva doctrina fue el dictado en Estados Unidos por la Foreign Sovereign Immunity Act, en 1976, y la State Immunity Act en 1978, en las cuales se establecía la juridicidad del Juzgamiento en los tribunales norteamericanos e ingleses de Estados que hubieran renunciado a la inmunidad que les daba su soberanía.

Esas dos leyes fueron el factor determinante de que el concepto fuera cambiando y de que en la actualidad la mayoría de los Estados se hayan adscrito a la teoría restrictiva de la inmunidad de jurisdicción, sosteniendo algunos autores que "No hay ninguna norma del derecho internacional que impone ninguna obligación legal en el Estado competente para conceder la inmunidad absoluta de jurisdicción a un Estado extranjero”.

Esa concepción restringida de la soberanía se unió a determinar que todos los contratos de endeudamiento celebrados por la Argentina eran iure gestionis, es decir de derecho privado, lo que equivalía a decir que se trataba de simples operaciones comerciales realizadas entre particulares, donde no existía ningún privilegio para el Estado contratante que no actuaba en ejercicio de su potestad soberana.

Entendemos que resulta inaceptable y fuera de la realidad jurídica, sostener que la reestructuración de la deuda pública del Estado sea un acto meramente comercial y no un acto de soberanía por el cual el Estado renegocia su deuda, y mucho más cuando el monto de las obligaciones afecta su estructura económica y condiciona sus posibilidades de desarrollo. Además y como argumento superlativo, es el Estado, con recursos públicos, quien responde por las obligaciones reestructuradas.

No es lo mismo la emisión de títulos que pueda hacer un banco privado, o los contratos que celebre con cualquier agente financiero, que obligaciones que el Estado contrae en virtud del ejercicio de su poder público. Es más que evidente que un empréstito público es un contrato de derecho administrativo donde una de las partes es un Estado soberano que tiene ciertas facultades reconocidas unánimemente por la doctrina y, en consecuencia, esos actos no pueden ser nunca actos comerciales, sino actos iure imperii, es decir, actos de derecho público, aunque en los contratos que hemos analizado se haya caído en la deliberada falsedad de considerarlos como actos privados.

Esa errónea concepción jurídica niveló los actos del Estado equiparándolos a los efectuados por los grupos financieros internacionales, olvidando que "El Estado, en virtud de su fin, el bien público o bien común, tiene un rango superior al de cualquier otra persona en el ámbito de la sociedad humana. Esa superioridad deriva de la índole de su finalidad, que está constituida por el bien más alto, el bien Supremo, el que desplaza y subordina a todos los otros bienes de la comunidad.

El servicio del público, el servicio a la totalidad de los ciudadanos, al común de la población, no es equiparable, pues, a ningún fin en particular por respetable que parezca, mucho menos a los lucros privados de las sociedades comerciales prestamistas, es decir, a los bancos. Dicho de otro modo, en la deuda pública hay un esencial desnivel. Acreedor y deudor no están en el mismo plano, ni tienen la misma entidad ni las mismas potestades. De aquí deriva lo que se ha tratado de disimular todos estos años. El Estado es una entidad soberana, y una de las condiciones propias de toda soberanía reside en que ningún procedimiento ejecutorio puede ser iniciado y cumplido contra ella, porque estos comprometerían su existencia misma y harían desaparecer su independencia y la acción del gobierno respectivo". Esa condición de soberanía sería definida magistralmente por Hobbes, para quien un Estado sin poder soberano, es como una palabra sin sustancia destinada a desaparecer.

A partir de esas nuevas concepciones de soberanía restringida y de actos comerciales de los Estados, impuestos por los acreedores, se fueron armando una serie de concepciones jurídicas destinadas a justificar determinadas cláusulas que serían comunes a todos los convenios, llegándose al extremo de que la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió por consenso el texto de la Convención de Naciones Unidas sobre Inmunidades Jurisdiccionales de los Estados y sus Bienes, donde limitaron esa secular concepción de soberanía, aceptando la imposición de los grupos financieros para así poder manejar discrecionalmente los aspectos jurídicos del endeudamiento en su propio beneficio.

Como lo ha señalado Herz, esta Convención, que reconoce la tesis de la inmunidad restringida, es fruto de más de veinte años de trabajo y negociaciones, ya que encuentra su antecedente en la Resolución 32/151 del 19 de diciembre de 1977, que encomendó a la Comisión de Derecho Internacional el estudio con miras al desarrollo progresivo y a su codificación. Esta Comisión elaboró un proyecto definitivo de artículos que no fueron aprobados. Luego de varios años de trabajo, el 12 de diciembre de 2000, la Asamblea General constituyó un Comité Ad-Hoc abierto a la participación de todos los Estados Miembros de las Naciones Unidas y a los Estados Miembros de Organismos Especializados, bajo la dirección del Profesor Gerhard Hafner, con la intención de continuar con los trabajos, consolidando un ámbito de acuerdo, con la idea de elaborar un instrumento aceptable basado en los proyectos de artículos sobre inmunidad de jurisdicción de los Estados y sus bienes, aprobados por la Comisión de Derecho Internacional, y en las deliberaciones dadas en el seno de ese comité (10) .

Aunque la Convención citada solo resulta de aplicación en todos los convenios celebrados con posterioridad al año 2004, ya que no tiene carácter retroactivo, nos muestra con claridad esa sospechosa modificación jurisprudencial y doctrinaria, que siempre ha operado en beneficio de los acreedores, aun cuando ella presenta aspectos muy cuestionables que los llevaron a insertar cláusulas obligando al Estado a renunciar al derecho de ejercer cualquier acción que pudiera corresponderle, en caso de que se considerara que los actos realizados eran ilegales o no ejecutables, en virtud de especificaciones que resultasen absolutamente nulas conforme a los principios generales del derecho y a cuestiones de orden público que reconocen todos los Estados.

Sin embargo la realidad actual es considerar que todos los actos celebrados por un Estado de carácter comercial y lucrativo, son actos de naturaleza privada del Estado, es decir son considerados iure gestionis y, en consecuencia, procede la limitación de la soberanía y tales actos pueden ser juzgados en otra jurisdicción. Otra cuestión sustancialmente distinta es la relacionada con aquellos actos del Estado (iure imperii) regidos por el derecho público, como son los contratos de emisión de bonos, donde la condición soberana sería indisputable, ya que como se señalara: "En los Estados Unidos y en el Reino Unido los acreedores son desde ya impedidos de embargar ciertos activos soberanos, aun cuando el soberano haya renunciado a su inmunidad, como es la práctica común cuando los gobiernos flotan bonos internacionales" (11) .

Si se analizan los antecedentes jurisprudenciales sobre la materia se podrá observar que no existe unanimidad en el tratamiento de estas cuestiones, aun cuando la mayor parte de los países europeos han adoptado esta diferenciación respecto de los actos del Estado. El punto estriba en establecer cuáles actos son considerados iure gestionis y cuáles iure imperii.

La doctrina de los Estados Unidos separó las cuestiones cuando el 19 de mayo de 1952 el Acting Legal Adviser Jack B. Tate envió una nota al Procurador General sosteniendo el criterio de la exención jurisdiccional de los Estados en aquellos actos de derecho público "al respecto los jueces pueden valerse de estos criterios, pero además el Poder Ejecutivo puede sugerir al tribunal la concesión de la inmunidad, si la insistencia del tribunal en ejercer su jurisdicción afecta a la política internacional de los Estados Unidos" (12).

Esta tesis trae como consecuencia implícita que los actos que no son de derecho público (iure gestionis) pueden ser juzgados en las cortes de Estados Unidos, lo que ha sido aceptado por la jurisprudencia norteamericana de manera casi uniforme, y en razón de ello en todos los empréstitos o en los distintos contratos de refinanciación de las deudas públicas se ha reconocido que esos contratos son comerciales y privados (iure gestionis) y en consecuencia procede la limitación de la soberanía.

Existe al respecto un ejemplo conocido y es el caso Weltover, iniciado por tenedores de bonos (bonholders) contra la República Argentina, que había prorrogado el pago de sus obligaciones. Ante la demanda, la Argentina opuso la inmunidad de jurisdicción sosteniendo que se trataba de actos realizados por el país en su condición de Estado soberano, por lo que no podía ser juzgado en otra jurisdicción. Pero ocurre que la ley norteamericana establece que los actos comerciales realizados en los Estados Unidos determinan que el Estado no sea inmune y pueda ser demandado, ya que no se trata de actos soberanos, sino de derecho privado.

Como lo ha puntualizado Conesa "[...] la Corte Suprema rechazó todos los argumentos esgrimidos por la Argentina, particularmente la cuestión de la emergencia financiera, y falló a favor del acreedor, con el argumento de que el gobierno argentino había desarrollado una actividad comercial en los Estados Unidos al emitir los bonos, y que la prórroga unilateral decretada por el gobierno argentino tiene efectos directos sobre los Estados Unidos, el cual fue designado lugar de cumplimiento de las obligaciones. Y el hecho de que los títulos hayan sido denominados en dólares y pagaderos en Nueva York, y cuenten además con un agente de pago en dicha ciudad. Todo lo cual reforzaba el contacto con los Estados Unidos y la competencia del Tribunal" (Supreme Court of the United States, 91.763, Republic of Argentina and Banco Central de la República Argentina, "Petitioners vs Weltover, Inc. 12-VI-1992" (13).

Ahora bien, desde antiguo se ha considerado que un empréstito es un acto de derecho público y Nitti, en su Tratado de Ciencia de las Finanzas, lo establece. Marienhoff también lo considera así, por lo que deben ser juzgados en sede contencioso administrativa y no estar sujetos a litigios privados, ya que se trata de actos soberanos del Estado (14). En igual sentido se han pronunciado Jèze, Goldschmidt y otros quienes consideran la imposibilidad de conseguir un exequatur en caso de una sentencia desfavorable, ya que eso afectaría principios elementales del orden público del país.

La ficción creada en la jurisprudencia de los Estados Unidos, limitando la condición de los empréstitos a la de actos privados (iure gestionis), además de ser contraria a la lógica de los actos de Estado, tiene el claro propósito de controlar jurisdiccionalmente cualquier operación de endeudamiento externo.

Si bien debe reconocerse que la ejecución de tales medidas está reducida al ámbito del derecho privado y entendemos que los procesos de reestructuración de la deuda externa son actos de derecho público, la realidad es que la República Argentina, en todas las contrataciones de deuda externa celebradas a partir de 1980, aceptó ser considerada un sujeto de derecho privado y que sus actos sean calificados como iure gestionis, habiéndose sometido a la jurisdicción de los Estados Unidos y del Reino Unido, lo que fue avalado por pronunciamientos de la Procuración del Tesoro de la Nación.

Además, en los contratos que pueden ser susceptibles de impugnación se aceptaron las especificaciones de la Foreign Sovereign Immunity Act y de la State Immunity Act, que establecen que pueden ser juzgados en los Estados Unidos todos aquellos convenios de derecho privado en los cuales el país haya renunciado a sus derechos de inmunidad.

Al respecto, la Corte Suprema de los Estados Unidos aceptó desde hace tiempo tal sometimiento a la Jurisdicción en cantidad de pronunciamientos, desde el caso "Weltover vs República Argentina", cuando sostuvo que "la acción se basa en una actividad comercial llevada a cabo en los Estados Unidos por el Estado extranjero, o bien en un acto realizado en los Estados Unidos en relación con una actividad comercial del Estado extranjero en otro lugar, o un acto fuera del territorio de los Estados Unidos en relación con una actividad comercial del Estado extranjero y en otros lugares que actúan-causan un efecto directo en los Estados Unidos" (1605 (a) (2) Republic Arg. vs. Weltover 91-763/ 504, EE.UU. 607)

Que nuestro país no puede aceptar quedar a merced de los tribunales donde actúan los bancos acreedores, ya que eso supone, abdicar de la condición soberana del Estado, y renunciar a las prerrogativas que le son inherentes, para aceptar ser considerada un comerciante convencional que puede ser sometido a cualquier jurisdicción ordinaria.

No podemos soslayar que la llamada sociedad global es el escenario donde el concepto tradicional de soberanía se desdibuja. El comercio internacional, la transferencia de tecnologías y servicios, la concentración de riqueza, los flujos financieros masivos transnacionales y la expansión de las inversiones extranjeras directas son algunas de las circunstancias en que tal realidad se manifiesta.

Inexorablemente, bajo este nuevo paradigma surgen disputas y tensiones entre los grupos de poder. Algunas se manifiestan de forma notoriamente violenta, como puede ejemplificarse con las últimas guerras y actos de terrorismo.

Otras, enmascaran sus estrategias de dominación bajo un ropaje  de paralegalidad y se enquistan —a través de imponentes operaciones de lobby— en los ordenamientos jurídicos de los Estados.

En estas circunstancias, codiciosos grupos económicos invierten en la deuda pública de aquellos países en situación de crisis económica extrema, quienes, al necesitar liquidez con desesperación, se someten a abusivas condiciones. Así, las naciones en conflicto les procuran escenarios de rentabilidad exorbitante, como también cambios en sus respectivas legislaciones  internas.

La prórroga de jurisdicción a foros judiciales extranjeros y a tribunales arbitrales  internacionales se inserta en el plano descripto como un requerimiento fundamental del capital especulativo.

Con relación a los Tribunales Arbitrales Internacionales, en términos genéricos y si los respectivos sistemas constitucionales estaduales lo  permiten, puede pactarse el sometimiento de los Estados parte a su “jurisdicción“en forma voluntaria. Los más conocidos en los cuales se tratan disputas entre Estados nacionales e inversores privados  son: a) “International Centre for Settlement of Investment Disputes” (ICSID) —o, en español, “Centro Internacional de Arreglo de Diferencias de Controversias Relativas a Inversiones” (más conocido como CIADI)—; b) “International Court of Arbitration of the International Chamber of Commerce“ (Corte Internacional de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional y c) “United Nations Commission for the Unification of International Trade Law“ (Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional), comúnmente llamada por su sigla “UNCITRAL”.

El 22 de agosto de 1994 se promulgó la ley 24.353,  por la cual se aprobó el

“Convenio sobre Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones entre Estados

y Nacionales de otros Estados“, adoptada en Washington (EEUU) el 18 de marzo de 1965. El Convenio fue redactado por los Directores Ejecutivos del  Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, del Grupo del Banco Mundial.

Por aquel tratado, la Argentina incorporó al régimen legal la transferencia de la jurisdicción nacional a favor del tribunal arbitral internacional CIADI.  Tal organismo del Banco Mundial proclama que tiene por finalidad solucionar disputas entre Estados y naciones de otros países, facilitando la  conciliación y el arbitraje internacional en materia de tratados bilaterales para la promoción y protección recíproca de inversiones —en adelante, los TBIs—; o sea, tratados de inversión extranjera directa.

Históricamente, fueron suscriptos en su mayoría en la década del ’90, con

EEUU, Alemania, Gran Bretaña, Francia e Italia, entre otros.

Los TBIs: “…contienen previsiones de distinta índole. Ellos se refieren, en general, al alcance de la aplicación del tratado (delimitación de las inversiones a ser protegidas, definición de nacionales y sociedades, ámbito de aplicación territorial y duración de los efectos de los tratados); patrones generales de tratamiento (el trato justo y equitativo, el trato nacional, el tratamiento de nación más favorecida); patrones de tratamiento específicos; las reglas en materia de transferencia de moneda (repatriación de capital y ganancias) o compensación de daños causados por conflictos armados, revoluciones o emergencias nacionales, así como las condiciones de desposesión y compensación y la resolución de controversias…”

Por otra parte, cuadra recordar que la ley 21.382 —la “Ley de Inversiones Extranjeras“— instaló como directriz que “… los inversores extranjeros que inviertan capitales en el país (…) destinados a la promoción de actividades de índole económica, o a la ampliación o perfeccionamiento de las existentes, tendrán los mismos derechos y obligaciones que la Constitución y las leyes acuerdan a los inversores nacionales”.

Resulta de particular importancia recordar que la norma fundamental argentina edifica las atribuciones del Poder Judicial Federal.

Es así que: “…corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación, con la reserva hecha en el inc. 12 del art. 75; y por los tratados con las naciones extranjeras: de las causas concernientes a embajadores, ministros públicos y cónsules extranjeros: de las causas de almirantazgo y jurisdicción marítima; de los asuntos en que la Nación sea parte; de las causas que se susciten entre dos o más provincias; entre una provincia y los vecinos de otra; entre los vecinos de diferentes provincias; y entre una provincia o sus vecinos, contra un Estado o ciudadano extranjero”. Tal como surge de la norma suprema (art. 116 CN), el poder de iurisdictio es indelegable en razón de la materia.

Haciendo referencia a aquellos tratados con las naciones extranjeras, nuestra Constitución Nacional (art.27) indica que: “El gobierno federal está obligado a afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de tratados“, en la medida en que éstos “estén en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución”.

Como se ve, los TBIs tienen jerarquía superior a las leyes pero inferior a la propia Constitución y a los tratados de Derechos Humanos referidos en el  segundo párrafo del inc. 22 del art. 75 CN.

Con relación a las operaciones de crédito público, es facultad exclusiva del Congreso “Contraer empréstitos sobre el crédito de la Nación” (art. 75 inc. 4 CN) y “Arreglar el pago de la deuda interior y exterior de la Nación“. (art. 75 inc. 7 CN) Ello es concordante con lo sentado en el art. 4 en cuanto: “… el Gobierno federal provee a los gastos de la Nación con los fondos del Tesoro nacional formado del producto de derechos de importación y exportación, del de la venta o locación de tierras de propiedad nacional, de la renta de Correos, de las demás contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el Congreso General, y de los  empréstitos y operaciones de crédito que decrete el mismo Congreso para urgencias de la Nación, o para empresas de utilidad nacional”.

Carlos M. Giuliani Founrouge da cuenta de reconocidos juristas que consideran a los empréstitos públicos como actos de Derecho Público ligados a la soberanía: Luis María Drago, Jèze, Trotabas, Duverger, Ingrosso, Saenz de Bujanda, Sayagués Lazo, Fiorini, Bielsa, De Juano, Ahumada, Wuarin, Kaufman, Freund, Fischer Williams, Schoo, Waline, Laubadère y Zanobini.

Siguiendo tal línea de argumentación, como la facultad de jurisdicción en materia federal se encuentra reservada a la Corte Suprema de Justicia de la Nación y a los tribunales inferiores de la Nación, (art. 116 CN) y toda vez que es improrrogable tal prerrogativa, (máxime cuando la jurisdicción es un atributo de la soberanía) estimamos que sobreviene inconstitucional toda normativa foránea que disponga un sistema de delegación de facultades jurisdiccionales incompatible con el bloque federal formado por los arts. 27, 116 y 75 incs. 4, 5, 7, 8, 19, 22 —primer párrafo— y 23 de la Carta Magna. Sostener lo contrario es desconocer el sistema jerárquico de prelación normativa. Lo propio ocurre en razón de la persona pues, mientras que el Estado Nacional sea parte, se activa el régimen del art. 116 CN —cuya jurisdicción y competencia pertenece al Poder Judicial de la República Argentina.

Es de especial interés recordar que José Nicolás Matienzo propugnaba la doctrina por la cual el principio de la soberanía nacional impone la imposibilidad de transferir jurisdicción argentina a tribunales o árbitros extranjeros por convenciones particulares y/o pactos internacionales.

Sobre el particular, Arturo Enrique Sampay ha considerado que: “…los países dominantes, inversores de escasos capitales suyos, pero apropiadores en gran escala de recursos naturales y financieros masivos, imponen a los países dominados una administración de justica ad hoc: las controversias de intereses en los que son partes deben ser dilucidadas en los tribunales del exterior que ellos determinan; sin eufemismo hablando: ante sus jueces. Como es de observar, se trata de una fibra más de las que componen la coyunda con que atan a su yugo a los países dependientes”.

En efecto, como sostiene Bidart Campos “…cuando la causa en que es parte nuestro estado es una de las que, por razón de la materia, el art. 116 CN engloba con la palabra ‘todas’ para adjudicarlas a la jurisdicción de los tribunales federales, la jurisdicción argentina es improrrogable (causas regidas por  derecho federal: constitución, leyes y tratados).

Finalmente, Carlos Fayt afirma que: “…se pueden vislumbrar dos variables de delegación de la jurisdicción nacional a organizaciones de carácter supraestatal. Una primera hipótesis está dada de manera explícita en la previsión del inc. 24, con referencia a los tratados de integración. En dicha norma el constituyente previó expresamente la posibilidad de la delegación de competencias y jurisdicción, en condiciones de reciprocidad e igualdad, a organizaciones supraestatales en el marco de tratados de integración con Estados de Latinoamérica y con otros tratados ajenos a ésta. Para arribar a la misma se ha exigido constitucionalmente doble votación en el Congreso. Otra variable es la prevista en el inc. 22 del artículo citado, donde al otorgar jerarquía constitucional a algunos instrumentos internacionales sobre Derechos Humanos, indirectamente se convalidan las delegaciones a favor de la jurisdiccional transnacional estatuidas en ellos. Habilitados estos dos supuestos extremos, no se ha mencionado la posibilidad de existencia de delegación de jurisdicción en los tratados genéricos mencionados en el primer párrafo del inc. 22 del art. 75 de la Constitución Nacional, entre los que se encuentran… los tratados bilaterales de inversión […]

Es decir, fuera del marco de los supuestos de instrumentos internacionales sobre Derechos Humanos, solo es posible la delegación de jurisdicción en los casos y con el procedimiento estatuido por el art. 75 inc. 24 de nuestra Constitución, ello conllevaría a apreciar como inválida toda delegación de jurisdicción normada a través de los Tratados Bilaterales de inversión”.

A los efectos de volver a normas tradicionales sostenidas desde siempre por los juristas argentinos, resulta necesaria, la modificación propuesta del Código de Procedimientos en lo Civil y Comercial.

No podemos prescindir o eludir una consideración: la eliminación de la prórroga de jurisdicción no basta por sí misma para consolidar la soberanía jurisdiccional de nuestro país. Necesitamos algo esencial que está antes y que sustenta esa soberanía que se busca rehabilitar. Se trata de la confianza que deben inspirar nuestras instituciones, para propios y extraños. Esa confiabilidad neutralizará aprensiones de eventuales prestamistas y sobre todo nos evitaría tener que apelar recurrentemente al financiamiento externo salvador ya que nuestros propios ahorros entrarían al circuito y así las penurias quedarían notablemente acotadas.

Finalmente, es necesario puntualizar, que la ley 23.062, determinó que carecían de validez los actos administrativos realizados por el gobierno de facto, surgido del golpe de marzo de 1976.